miércoles, 24 de diciembre de 2014

Cuento de Navidad





Por favor, Señor, por favor


La gélida brisa de diciembre se colaba entre las rendijas de las ventanas, al igual que un inesperado invitado que calaba en la madera, viajando de allí hasta toda persona o mueble que la pisaba, haciéndola crujir debido al continuo desgaste.
Hacía años que las rodillas de la joven no se apoyaban en el suelo junto a la cama para rezar. Astrid era escéptica, fría e incrédula y, pese a su religiosa familia, jamás había creído en la existencia de ningún ser superior que velara por ella pero, aquella vez era diferente. No le quedaba nadie más a quien acudir.
“No hablo demasiado contigo, ni siquiera sé si existes pero, por favor, tráelo de vuelta sano y salvo”
Se sentía estúpida, descansando la cabeza sobre las manos entrelazadas con aquella expresión de esfuerzo en el rostro, recurriendo al cielo para pedirle que le devolviera a su amado. “Inepta, no va a volver, se lo han llevado, tú misma lo viste y lo han matado. No va a volver” se decía a si misma cada día, intentando destruir aquel pequeño atisbo de esperanza que aún refulgía en su interior, cual vela a punto de consumirse.
 No quería permitirse pensar que estaba vivo ni que volvería a verle, intentaba forzarse a continuar con su vida tal y como siempre había hecho, dejando atrás a las personas y centrándose en sí misma y en su independencia pero con Eli era diferente. Nunca se había apegado a nadie de aquella forma, nunca nadie había conseguido comprenderla de la manera que él lo hacía. Nunca nadie había conseguido sacar lo mejor de ella, traspasar las duras barreras de su egoísmo e indiferencia para llegar a la verdadera Astrid, no a la superficial joven de rubios cabellos que siempre miraba por encima del hombro a todo el mundo.
Pero desde que se había ido, su vida se había apagado, tragándose toda su felicidad con ella. Se había negado a mudarse de nuevo a casa de sus padres por lo que vivía en soledad, solo acompañada por los dolorosos recuerdos de aquel día que jamás debería haber ocurrido, de aquellos hombres de chaquetas negras que entraron y se llevaron a su amado, colocándole una estrella dorada en el pecho antes de abandonar la casa, solo permitiéndole pronunciar una última promesa, “Estaré de vuelta en navidad. No te darás ni cuenta de que me he ido, te lo prometo” Pero no fue así. Aquellas palabras resonaban en su cabeza cada noche cuando el sol se escondía tras los edificios de Múnich y su dormitorio se tornaba más pequeño, oscuro y solitario que nunca, cuando solo ella y sus pensamientos habitaban en la azul casa que antes había estado tan llena de alegría y una espina se clavaba cada vez más profundamente en su corazón, como un clavo que cada día recibía un martillazo de la mano del tiempo.
Conocía al chico desde su más tierna infancia. Siempre habían vivido puerta con puerta en un acomodado barrio de la ciudad, cuando aquel hombre y su inútil masacre aún estaban lejos de llegar al poder y hacerse realidad.
Elijah era judío pero en aquellos tiempos no importaba demasiado, sus antepasados se habían instalado en Alemania, comenzando un importante negocio hacía años por lo que los padres del joven y él mismo, además de disfrutar de una posición en la sociedad, adoptaban la manera de vida de todos sus vecinos que no practicaban su religión.
El chico siempre había sido el alma de todo lugar que visitaba, era amable, simpático, tremendamente carismático y siempre lucía una sonrisa acompañando a aquel cabello castaño a juego con sus ojos.
Astrid en cambio, prefería apartarse, era reservada pero no por timidez sino debido a que se consideraba superior a los demás. Ella era la reina en su mente, cerrada y gélida como el hielo y no dejaba que nadie la cambiara o se acercara a ella por nada del mundo. A nadie excepto a Eli, cuando él aparecía, una sonrisa aleteaba en sus labios y una ola de felicidad la inundaba como si de las orillas del Báltico se tratase.
Ambos fueron creciendo y con el paso de los años, la cercanía y el cariño, acabaron enamorándose el uno del otro, tardaron años en darse cuenta pero al final los reiterados intentos del judío surtieron efecto y la joven cayó en sus brazos a regañadientes, fingiendo que no era lo que más deseaba en el mundo.
Sus padres se negaron en un principio pero, al cumplir los veinte años de edad contrajeron nupcias y se mudaron a una pequeña casita en un barrio menos acomodado.
Entonces ocurrió, estalló la guerra y con la subida del partido Nazi al poder, ambos supieron que no quedaba demasiado tiempo hasta que la tragedia les llegara a ellos, la tragedia que los separaría para siempre solo por la religión del joven. Astrid quedó desgarrada, gritó y lloró hasta que Eli se liberó de los hombres durante un instante y se acercó a ella, dejando un beso en sus labios y aquella promesa que aún ambos mantenían presente cada día de su vida.
La navidad se acercaba y la cansada chica de dorados cabellos la esperaba con temor, no quería que llegara, no quería creer que su esposo no volvería, deseaba perder la esperanza pero sabía que si lo hacía no tendría nada mas a lo que agarrarse, si las últimas palabras de su amado quedaban en vano, Astrid no podría soportarlo ni un día más.
Veinticinco de diciembre, la joven alemana permaneció junto a la ventana, mirando a través del empeñado cristal, deseando alcanzar a ver una cabellera castaña y una enorme sonrisa mirándola desde la calle, pero no lo hizo, sus sueños fueron destrozados y una enorme pesadez la inundó llegando a cada fibra de su organismo. No podía soportarlo más, prefería morir antes que pasar un día mas con aquella incertidumbre y tristeza que no la dejaban pensar, comer y apenas dormir.
Era el final, pasaron unas semanas y, con las nieves de enero decidió ponerle fin a todo aquello, a su triste y gris existencia pero algo se lo impidió, algo que era la causa de lo hinchada que se había sentido últimamente pese a que apenas comía, algo que la iba a hacer cambiar de opinión, algo a lo que podría agarrarse para seguir viviendo. Reunió las pocas fuerzas que le quedaban y se arriesgó a ir al médico el cual solo le confirmó lo que ya sospechaba, estaba en cinta, mas entre tanto dolor, no se había dado cuenta de la luz y alegría que crecía en su interior.
Los años pasaron y los americanos llegaron para poner fin a los campos de concentración, liberando a los judíos encarcelados injustamente entre los que estaba Elijah, el cual al abandonar Dachau solo podía pensar en lo afortunado que era y en lo mucho que necesitaba ver a su esposa, por la que tantas noches había permanecido fuerte, había llorado pero sobre todo había manteniendo la esperanza hasta el final, tan solo agarrándose a la borrosa imagen de su rostro, el cual en cinco largos años se había distorsionado ligeramente pero nunca había desaparecido de sus pensamientos.
Las calles permanecían frías y bulliciosas como la última vez que pisó Múnich, solo podía pensar en ella, en aquella sonrisa que solo guardaba para él, en sus ojos azules que se iluminaban con solo verle y en los pequeños hoyuelos que se formaban siempre que sus labios se curvaban en una sonrisa.
La casa permanecía tal y como la recordaba, desvencijada y solo pintada con tonos azules que imitaban el bullicio de un río. Subió los escalones hasta la entrada y, depositando la maleta en el suelo, dejó un par de golpes en la oscura madera de la puerta, la cual retumbó con un ruido sordo acompañado de un silencio sepulcral que eclipsaba los gritos de júbilo de las calles, haciéndolo ponerse en lo peor, comenzando a notar como el sudor frío recorría su espalda e imágenes y pensamientos horribles lo acosaban, devolviéndolo a la tristeza y sufrimiento que había sentido durante tantos años en los campos. Después de todo, la vida no iba a darle ni un soplo de felicidad.
Corrió calle arriba hacia la enorme residencia de los padres de Astrid, quizá había salido o estaba visitándoles con motivo de las navidades, su gente nunca las celebraba pero recordaba como su esposa adoraba aquellas fechas, las velas, la gente, la nieve... Siempre hablaba de lo preciosa que era la ciudad durante las fiestas y lo forzaba a salir a la calle cada día solo para que la acompañara a ver las tiendas y los adornos. "Estará allí, no hay duda, no se perdería la navidad por nada del mundo."
Cuando llegó a la puerta de los señores Zimmermman tocó sin pensárselo dos veces. Sentía la respiración agitada y el corazón a punto de estallarle en el pecho, en parte por la carrera que acababa de disputar consigo mismo pero sobre todo por la preocupación y el nerviosismo que crecía y anidaba en su estómago como si de un parásito se tratase.
Un señor alto y rubio que se encontraba a las puertas de la vejez se presentó ante él, en otras circunstancias, Elijah se habría quedado helado de terror ante el padre de su amada pero, aquel no era el momento de acobardarse, había pasado y visto lo peor que un ser humano podía imaginarse en aquellos campos y, estaba seguro de que nada de lo que ocurriera de allí en adelante volvería a asustarle o hacerle enmudecer de miedo.
Pasó junto a él y entró en el salón cruzando el enorme y oscuro recibidor para encontrarse con la señora Zimmermman, la cual jugaba con una dulce niña de rubios cabellos y ojos color almendra.
—¿Dónde está? ¿Dónde está Astrid? —preguntó el joven con la voz aún entrecortada por el cansancio, posando directamente la mirada en la señora.
—No está. Lleva años sin estar. —la mujer parecía sorprendida pero entonces, sus ojos se aclararon y reconoció al chico. Suspiró y le dijo a la niña que fuera a jugar a la habitación contigua—. Falleció al dar a luz a la pequeña Agatha, siempre te esperó y se mantuvo fuerte por ti, Elijah. Te quiso más que a nada en el mundo.
Eli sintió como se rompía por dentro, su vista se nublaba y una sensación de mareo comenzaba a reptar hasta su cerebro. Estaba muerta, había pasado cinco años en Dachau, teniendo que soportar como guardias los trataban como animales, agarrándose a la idea de que algún día volvería a ver a la mujer más preciosa que jamás había existido, y ahora estaba muerta.
Los años pasaron y el judío, con su enorme dolor volvió a mudarse a la casita en la que ambos habían compartido tanto, muchos recuerdos lo acosaban pero, el peor fue el más grande de ellos, la niña por la que había fallecido Astrid.
En un principio no pudo mirarla a los ojos, no era su culpa pero aún así no sabía cómo iba a ser capaz de criar a aquella chica que era la viva imagen de su madre sin recordarla cada día de su vida.

Finalmente aprendió y se dio cuenta de que la pequeña Agatha no era el mayor de sus problemas, no era un lastre que le recordara la muerte de su amada sino todo lo contrario, era la prueba viviente de su amor, de lo mucho que ambos habían luchado durante aquellos años de dolor y oscuridad. Entonces, fue cuando aprendió a quererla, y ella a él, la niña se mudó a la casa azul y la decoraron tal y como la pequeña quiso, manteniendo siempre viva la memoria de la mujer más bella y fuerte que jamás había existido.



Carmen Román 








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